Varios
Datos técnicos
El contenido de las ilustraciones previas a este texto se refiere al proceso de transformación de las casas de hacienda al llegar la época republicana, y la nueva arquitectura rural propia de ese período. Se han agrupado, al final del capítulo anterior, algunos ejemplos de modernizaciones de casas de hacienda originalmente coloniales o republicanas, las cuales tropezaron repentinamente con el siglo XX, no siempre con buena fortuna. Se afirmó con anterioridad que la continuidad formal y ambiental entre la arquitectura de la Colonia y la de la República era factible, hasta cierto punto y en circunstancias favorables, pero el desfase histórico y cultural entre éstas y la época actual anulaba esa posibilidad. Los ejemplos ilustrados en las páginas anteriores corroboran la impracticabilidad de ese diálogo de sordos, entre lo pre existente y lo añadido en época reciente, siendo todos ellos casos de intervención arquitectónica radical, pretendiendo a veces tomar cuenta muy a la tangente, de una posible existencia pasada de las formas construidas y en otras asumiendo una franca actitud "de vanguardia", indiferente a cualquier arquitectura de otras épocas. El lector deberá llegar a sus propias conclusiones sobre la valoración crítica de lo que aquí se muestra con el ánimo de abrir un paréntesis de reflexión al respecto. ¿Es ese el camino por seguir, para que las casas de hacienda continúen existiendo? ¿La modernización es un proceso más auténtico y valedero que la imitación de la arquitectura del pasado? ¿Es preferible construir una casa de hacienda propia de esta época a continuar desfigurando y reparando la casa de hace siglos? El presente texto no pretende dar respuestas tajantes a tales interrogantes, sino crear saludables inquietudes en quienes repasen estas líneas.
Sería posible pero ingrato y prolongado un recuento de las casas de hacienda de época colonial o republicana desaparecidas, desfiguradas, semidestruidas o abandonadas en territorio colombiano. La arquitectura rural ha estado siempre en un segundo renglón con respecto a la construcción urbana, tanto en la conciencia popular como en los medios de la cultura. Prueba de ello es que historiadores, críticos y restauradores sólo se ocupan de las casas campesinas o de hacienda como prácticamente han agotado los temas de la arquitectura urbana, monumental o no. Aun durante la Colonia, la casa en el campo fue siempre "la segunda" o la "otra" residencia, aquella que se podía usar y abusar de ella con la confianza y conocimiento que se tiene de un objeto de uso cotidiano, pero sin concederle jamás la importancia de la sede familiar en la ciudad. La casa de hacienda se creó dentro de un sistema socioeconómico en el cual ésta era un elemento esencial . Al cambiar las circunstancias históricas y surgir en el siglo XIX un capitalismo cada vez más consumista, la casa de hacienda adquirió valor comercial como pieza de finca raíz, un significado como símbolo de clase social, y unas funciones como casa de recreo o sede social. La importancia de la casa campestre disminuyó en la misma proporción en que se hicieron preponderantes los terrenos que la rodeaban, pasando así a ser secundaria . En el siglo XX, es posible poseer y explotar propiedades rurales pequeñas o enormes sin que sea necesario construir o mantener en ellas una casa. Basta un campamento prefabricado o una garita de vigilancia. La casa es ahora, no secundaria, sino suntuaria .
Una casa de hacienda colonial es hoy, en Colombia, un lujo espléndido y un hermoso adorno en el paisaje, un deleite para los sentidos y la mente, además de un espectáculo cultural de primer orden, pero sería un criterio fastidiosamente elitista el que invocara, en estas épocas, esas consideraciones en apoyo de la conservación de un género tan particular de la arquitectura del pasado. La conservación de un patrimonio arquitectónico rural es aventura propia de países como Inglaterra, con sus célebres casas solariegas, o los Estados Unidos, poseedor de grandes haciendas históricas del medio y lejano oeste, plantaciones de algodón en las regiones del sur y de tabaco en la costa este, y tantas otras más, consideradas todas como patrimonio nacional y lugares de residencia o visita, orgullo y regocijo.
La condición esencialmente utilitaria de la casa de hacienda es aporte vital de la relación entre sus dueños o usuarios y las formas construidas en el campo. Son muchas las razones que se conjugan para que una herramienta de labranza, un animal de tiro o una casa ya viejos, obsoletos, desgastados o inútiles, sean descartados como parte de la existencia cotidiana. Pretender, en las circunstancias actuales, que por simple interés cultural se debe o puede prolongar indefinidamente la existencia material de una casa de hacienda asediada por el desarrollo urbano, privada de sus tierras adyacentes, averiada por el paso del tiempo o carente ya de sus razones vitales de ser, no sólo constituye un amargo auto engaño sino una teoría impracticable, excepto para un número limitadísimo de propietarios poseídos por el demonio del orgullo ancestral o la adicción del pasado, el mito y la leyenda y quizá, en unos pocos casos clínicos de pronóstico reservado, por la poética de los lugares y los poderes mágicos de la arquitectura.
No es posible obligar legalmente a un terrateniente a mantener una relación sentimental con su casa de campo. Tampoco se puede poner un precio en moneda internacional a la hectárea de paisaje, con un recargo en el valor si el espectáculo de la naturaleza pasa de "bello" a "maravilloso", o descontando algo de aquél si está invadido por cultivos de flores amortajados bajo sudarios plásticos. La casa de hacienda, pieza de colección perpetuada por nostalgia o esnobismo, ya no sería una forma viva sino un conjunto de arquitecturas embalsamadas por el destino.
El lugar de la antigua casa de hacienda no es al lado del vestido de novia de la bisabuela o el daguerrotipo del antepasado que combatió en sabe Dios cuál de las guerras civiles del siglo XIX. El hotel, la casa de recreo o de fin de semana, el "centro de convenciones", el restaurante "típico", la casa de "retiros espirituales"(?), la sede de la secta, de los ejercicios aeróbicos o el exclusivo club campestre, son usos como de otro planeta, así tengan lugar actualmente en lo que alguna vez fueron casas de hacienda. Para tan abigarradas actividades se invoca usualmente una justificación, mitad utilitaria, mitad emocional: la vieja casa de hacienda provee un marco físico y ambiental dotado de cierta gracia y "atractivo" del cual carecen absolutamente todos los intentos de arquitectura contemporánea creados específicamente para albergar esos usos modernos. La "impotencia creadora" característica de nuestro tiempo se aprecia en su verdadera dimensión en esa crónica incapacidad para proveer algo que pueda competir en calidad formal y ambiental con las humildes estructuras levantadas en el pasado a lo largo y ancho del campo colombiano.
Sin duda, ahí está una parte de la heredad cultural del país, dilapidada en gran medida y cuidada afectuosamente sólo aquí y allá, por excepción, pero no como un fenómeno mayoritario. No habría que olvidar, claro está, que la herencia es siempre posterior a la muerte, y no implica necesariamente compromisos con los difuntos ni resurrección alguna. La casa de hacienda colonial de la sabana de Bogotá, surgiendo de la neblina del amanecer rodeada de un océano de tela plástica sucia de residuos industriales que cubre vastos cultivos de flores, es un atroz testimonio acusatorio contra la época presente, pero no un gran ejemplo de cómo conservar el patrimonio arquitectónico del campo colombiano. Como tampoco lo es la casa rural del siglo XVIII vestida de un atroz sudario de polvo de cemento, cal y residuos de carbón y hierro, en el valle de Sogamoso, en Boyacá. O, mucho menos, los muñones de muros de una bella casa de hacienda de trapiche en el Valle del Cauca, abandonada primero e incendiada intencionalmente luego para borrarla del mapa físico y cultural del país y de la memoria de todos.
Cada vez más casas de hacienda, incluyendo a Santillana y El Alisal , viven ahora en el recuerdo, en los libros, fotografías y documentos que dan razón de su derecho, al menos, a una muerte digna. Véase el cuidado y afecto con que han sido fotografiadas las casas de hacienda incluidas en el presente volumen, esquivando averías, cicatrices, vandalismo y destrucción. Estas son imágenes bellas pero parcializadas, inclinadas intencional y subjetivamente a cierta idealización de un género arquitectónico que sólo vino a conocer hace muy poco tiempo la fealdad y la tontería.
Las casas de hacienda no fueron creadas para ser monumentos intocables sino como instrumentos de trabajo y refugios existenciales. Al superponerles la noción francesa de la arquitectura como un hecho cultural, el asunto se complica notablemente pues la casa de hacienda colonial ya no existe en los términos en que fue creada, ni la hacienda misma tampoco. Las razones utilitarias y funcionales que le dieron razón de ser a una y otra desaparecieron hace mucho tiempo. A la luz de ésa consideración, podría parecer exótica o irrelevante la declaratoria que el Consejo de Monumentos Nacionales ha otorgado, con cierta arbitrariedad, a una que otra casa de hacienda colonial o republicana. Hay buenas razones para suponer que tales designaciones monumentales, las más por razones extra arquitectónicas, no estando acompañadas de cuantiosas subvenciones para el mantenimiento de las casas, carecen de sentido, lo cual ilustra dramáticamente la problemática de lo que, bien o mal, es parte del patrimonio cultural colombiano. Unas pocas casas de hacienda continúan hoy funcionando como tales. Otras, muchas más, han pasado, previamente momificadas, a tener los "usos compatibles" término equívoco si los hay descritos anteriormente. La destrucción o el abandono de casas de hacienda o finca coloniales o republicanas ha reducido el número de sobrevivientes a menos de la cuarta parte de lo que razonablemente se estima que pudo haber sido el total construido originalmente en territorio neogranadino o colombiano. Si se tiene en cuenta que la construcción original de aquéllas no fue hecha con la idea de que fuesen eternas, sino apenas medianamente duraderas, el problema de su conservación se torna aún más difícil. La arquitectura rural neogranadina exigió, siempre, grandes dosis de trabajo, paciencia y afecto por parte de propietarios o usuarios, para que su estado y apariencia se mantuvieran en un nivel tolerable. Con frecuencia lo que algún orgulloso propietario señala como su casa rural "del siglo XVII" es en realidad la tercera versión de aquélla, ya del final del siglo XIX, levantada con campesina terquedad en el mismo lugar, luego del incendio de la primera por un rayo y la decisión exasperada de no reparar más la segunda, para derribarla y construir la que hoy se ve en el paisaje ya invadido por canteras, vallas publicitarias, "chalets" de fin de semana y restaurantes "típicos". Tan singular historia, posible hasta ahora, parece, en los últimos años del siglo XX, tocar a su fin. Viene ahora la etapa histórica de la nostalgia y los recuerdos, de la restauración sentimental y el culto a lo antiguo, mugre e incomodidades incluidas, y la casa de hacienda ocupará su lugar al lado de los galeones a vela, el arado tirado por bueyes, las carrozas con adornos dorados y el castellano antiguo.
Existen centenares de casas de finca y hacienda en el país, unas increíblemente hermosas y útiles, otras no tanto, que conforman un patrimonio cultural vasto pero muy amenazado. Para quien quiera descubrir y apreciar esa enorme riqueza, el campo colombiano es un territorio desconocido y en gran parte inexplorado. Aun las casas de hacienda más célebres se conocen y entienden superficialmente. Con frecuencia se toman por lo que no son o por lo que aparentan pero no pueden ser. El mito, la leyenda, las falsedades culturales las cubren y difuminan como ocurre con los personajes de la historia política neogranadina y colombiana. La arquitectura campestre de la Colonia o la República se captaría mejor, en su verdad esencial, si se recordara a cada paso que un pueblo, a través de la historia, produce exactamente la arquitectura que se merece, y ninguna otra.
No se ama ni se comprende lo que se desconoce. La ignorancia es el medio perfecto para rechazar cualquier valoración posible. ¿Para qué construir una casa en un lugar espléndido del campo si no se va a cuidar de ella como si fuese un ser vivo, con tanto amor y tolerancia como se le dedicaría a quien espiritualmente lo requiere y lo merece?
Entrar a una antigua casa de hacienda maltratada por el tiempo pero tocada por la gracia o la magia de las formas construidas es ir al encuentro de sí mismo, de lo que fuimos, de lo que quisiéramos haber sido. La casa en el campo es la casa de ciudad que se marchó al paraíso. Antoine de St. Exupéry dice en Ciudadela: "… Entonces toman provisiones de horizonte y traen a casa la beatitud que han encontrado. Y la casa se transforma de que exista en alguna parte la llanura al alba y el mar. Pues todo abre sobre algo más vasto que sí mismo. Todo se torna sendero, ruta y ventana sobre algo más vasto que sí mismo ".
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