Ridao Martín, Joan
Datos técnicos
El ejercicio del derecho de manifestación y reunión, también ante las sedes parlamentarias y en el domicilio de cargos públicos, así como la exhibición de símbolos políticos en el espacio público concita un enconado debate sobre la libertad de expresión y sus límites.
CARACTERÍSTICAS
Se trata de la primera obra que sistematiza la jurisprudencia constitucional, ordinaria y europea relativa a los límites de la libertad de expresión en el espacio público.
FORMATO
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Capítulo I. A modo de introducción: los nuevos frentes que acechan la libertad de expresión (JOAN RIDAO)
Capítulo II. La libertad de expresión y el ejercicio del derecho de reunión y manifestación (JOAN RIDAO)
Capítulo III. Los símbolos en el espacio público y en la esfera de las instituciones y administraciones públicas (JOAN RIDAO)
Bibliografía
Sobre el autor
Capítulo I
A modo de introducción: los nuevos frentes que acechan la libertad de expresión
JOAN RIDAO
Sumario:
I.Sucinta caracterización de la libertad de expresión de los cargos públicos según la Constitución y los pactos y declaraciones internacionales en materia de derechos humanos
II.La doctrina del Tribunal Constitucional y del Tribunal Europeo de los Derechos Humanos sobre los límites de la libertad de expresión
III.Recientes conflictos de la libertad de expresión en el espacio público
I. SUCINTA CARACTERIZACIÓN DE LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN DE LOS CARGOS PÚBLICOS SEGÚN LA CONSTITUCIÓN Y LOS PACTOS Y DECLARACIONES INTERNACIONALES EN MATERIA DE DERECHOS HUMANOS
La libertad de expresión aparece regulada en el artículo 20 de la Constitución española (CE) como valor objetivo y esencial del Estado democrático, y comprende la protección del derecho a «expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción». En este sentido, es, ante todo, un derecho fundamental de libertad frente al poder, e implica el reconocimiento y la garantía de una institución política fundamental: la opinión pública libre, indisolublemente ligada al pluralismo político –valor fundamental y requisito de funcionamiento del Estado democrático–, a tal grado que, en ausencia de ese derecho, no puede haber una participación genuina de los miembros de una sociedad en el proceso decisional.
Es por ello que la libertad de expresión ocupa un lugar prominente en los textos constitucionales de todos los Estados de nuestro entorno, y también en los pactos y declaraciones internacionales que consagran los derechos humanos: el artículo 19 de la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948) establece que «[t]odo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión»1); a su vez, el artículo 19 del Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos determina que «[t]oda persona tiene derecho a la libertad de expresión; este derecho comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o en forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su elección»2); y el artículo 10 de la Convención Europea de Derechos Humanos (CEDH) prescribe que «[t]oda persona tiene derecho a la libertad de expresión. Este derecho comprende la libertad de opinión y la libertad de recibir o de comunicar informaciones o ideas sin que pueda haber injerencia de autoridades públicas y sin consideración de fronteras [...]»3).
En este contexto global, no debe olvidarse que, conforme al artículo 10.2 CE, los derechos fundamentales reconocidos en la Constitución han de interpretarse de acuerdo con las normas internacionales ratificadas por el Estado español. Lo que supone que, a la hora de examinar el alcance de la libertad de expresión a la luz de la Carta Magna, ha de tomarse en consideración no solo la letra de los tratados y convenios internacionales, sino también la interpretación que de los mismos han hecho los organismos internacionales competentes y el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos (TEDH).
El Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, en su Observación general número 34, de julio de 2011, relativa al artículo 19 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos4), expresó que la libertad de expresión constituye «la piedra angular de todas las sociedades libres y democráticas» y la «condición necesaria para el logro de los principios de transparencia y rendición de cuentas». Asimismo, reconoció, de forma directa y muy diáfana, que «el Pacto atribuye una gran importancia a la expresión sin inhibiciones en el debate público sobre figuras del ámbito público y político en una sociedad democrática», además de que «[t]odas las figuras públicas, incluso las que ejercen los cargos políticos de mayor importancia, como los jefes de Estado o de Gobierno, pueden ser objeto legítimo de críticas y oposición política».
En congruencia con esto, el Comité ha venido declarando tradicionalmente su preocupación en relación con leyes sobre cuestiones tales como la lèse majesté, el desacato, la falta de respeto a la autoridad o a las banderas y los símbolos, la difamación del jefe de Estado y la protección del honor de los funcionarios públicos. En este contexto, ha advertido que las leyes no deben establecer penas más o menos severas en función de la persona criticada y que los Estados partes del Pacto no deben prohibir la crítica de las instituciones, como el ejército o la Administración.
En la misma línea, el relator especial de Naciones Unidas sobre la promoción y protección del derecho a la libertad de opinión y expresión, Frank La Rue, entre las recomendaciones de su informe de junio de 2012 incluyó la siguiente:
«La difamación no debe constituir un delito penal en ningún Estado. Las leyes penales sobre difamación son intrínsecamente severas y surten un efecto desproporcionado y paralizante sobre la libertad de expresión»5).
A su vez, el artículo 10.2 CEDH determina que «[el] ejercicio de estas libertades [opinión y expresión], que entrañan deberes y responsabilidades, podrá ser sometido a ciertas formalidades, condiciones, restricciones o sanciones previstas por la ley que constituyan medidas necesarias, en una sociedad democrática, para la seguridad nacional, la integridad territorial o la seguridad pública, la defensa del orden y la prevención del delito, la protección de la salud o de la moral, la protección de la reputación o de los derechos ajenos, para impedir la divulgación de informaciones confidenciales o para garantizar la autoridad y la imparcialidad del poder judicial».
Con todo, la Resolución 1577 (2007) de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, «Hacia la despenalización de la difamación», contiene la siguiente declaración:
«La Asamblea considera que las penas de prisión por difamación deben abolirse sin más demora. En particular, exhorta a los Estados cuya legislación todavía prevea penas de prisión –aun cuando estas no se impongan en la práctica– a eliminarlas inmediatamente, para no servir de excusa, aun siendo injustificada, a los Estados que siguen imponiéndolas, provocando así la degradación de las libertades fundamentales6).»
Desde una perspectiva interna –pese a que, como veremos, se trata de una cuestión compleja y la doctrina constitucional ha exhibido una ejecutoria oscilante–, podemos convenir desde ahora que, en términos generales, la libertad de expresión alcanza, según la jurisprudencia del Tribunal Constitucional (TC), la «libre manifestación de creencias, juicios o valoraciones subjetivas» (STC 235/2007, de 7 de noviembre), y comprende «junto a la mera expresión de juicios de valor, la crítica de la conducta de otro, aun cuando la misma sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige» (STC 6/2000, de 17 de enero, y 108/2008, de 22 de septiembre), pues así lo requiere el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática7).
Por ello mismo, como había declarado de forma temprana el Alto Tribunal, el derecho consagrado en el artículo 20 CE protege a todos los ciudadanos «frente a cualquier injerencia de los poderes públicos que no esté apoyada en la ley, e incluso frente a la propia ley en cuanto esta intente fijar otros límites que los que la propia Constitución (artículos 20.4 y 53.1) admite» (STC 6/1981). De ahí que sus límites, como veremos en su momento, tengan un carácter excepcional, pues el pluralismo democrático y el principio de tolerancia han de impedir que el Estado censure, controle o sancione de forma irrazonable y desproporcionada la defensa y la propagación de ideas o doctrinas que, incluso planteadas al margen del marco constitucional o contrarias a los deseos de la mayoría, constituyan pensamientos, críticas u opiniones públicas discrepantes que se enmarcan en el legítimo intercambio de ideas políticas en un contexto histórico o social determinado.
Así, la libertad de expresión (al igual que la de información) tiene una magnitud especial en nuestro ordenamiento jurídico, «en razón de su doble carácter de libertad individual y de garantía de la posibilidad de existencia de la opinión pública, indisolublemente unida al pluralismo político propio del Estado democrático (STC 104/1986, de 17 de julio, y 78/1995, de 22 de mayo, entre otras muchas)» (STC 76/2002, de 8 de abril, FJ 3). De modo que las libertades del artículo 20 CE no solo se fundamentan en el legítimo interés de su titular, sino también en el interés general de la sociedad democrática; es decir que, por el hecho de que «las libertades se ejerciten en conexión con asuntos que son de interés general por las materias a que se refieren y por las personas que en ellos intervienen y contribuyen, en consecuencia, a la formación de la opinión pública» (STC 107/1988), estas alcanzan su máximo nivel de eficacia justificadora en relación, por ejemplo, con el derecho al honor o a la intimidad personal:
«[...] quienes tienen a su cargo la gestión de una Institución del Estado deben soportar las críticas de su actividad, por muy duras, e incluso infundadas, que sean, y, en su caso, pesa sobre ellos la obligación de dar cumplida cuenta de su falta de fundamento» (STC 143/1991, FJ 5; 148/2001; y 232/2002, de 9 de diciembre, FJ 4).
Así lo ha sostenido la propia jurisdicción ordinaria:
«Pero de ningún modo los personajes públicos pueden sustraer al debate público la forma en la que se presta un servicio público, esgrimiendo la amenaza del ius puniendi del Estado contra todo aquel que divulgue irregularidades en su funcionamiento, siempre que estas sean diligentemente comprobadas y sustentadas en hechos objetivos» (STS 2/2001, Sala Segunda, de 15 de enero).
De esta concepción de la libertad de expresión se deduce, pues, su carácter preferente incluso sobre otros derechos fundamentales. Esa prevalencia, no obstante, se ha ido modulando a lo largo de la evolución doctrinal del Tribunal Constitucional, para evitar que un cierto automatismo en el entendimiento de la misma se acabase trocando en una suerte de «ordenación jerárquica» de los derechos fundamentales en presencia, con exclusión de la necesaria e insoslayable labor de ponderación judicial entre los derechos en juego en cada caso8).
II. LA DOCTRINA DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL Y DEL TRIBUNAL EUROPEO DE LOS DERECHOS HUMANOS SOBRE LOS LÍMITES DE LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN
La libertad de expresión, como todos los derechos, tiene sus límites; sin embargo, dada la posición prevalente y sustancial que ocupa en una sociedad democrática y pluralista, sin cuyo reconocimiento y protección no es posible su buen funcionamiento, dichos límites precisan de una justificación vigorosa. En otras palabras, y como se desprende de la literalidad de los textos e instrumentos normativos expuestos, de la especial naturaleza del derecho a la libertad de expresión se infiere que las limitaciones y sanciones derivadas de su ejercicio deben ser justificadas y proporcionadas, sin que pueda restringirse el debate público y la libre participación política de la ciudadanía.
Así, el artículo 19.3 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos establece que el ejercicio de este derecho «entraña deberes y responsabilidades especiales» y que, «[p]or consiguiente, puede estar sujeto a ciertas restricciones, que deberán, sin embargo, estar expresamente fijadas por la ley y ser necesarias para asegurar el respeto a los derechos o a la reputación de los demás y la protección de la seguridad nacional, el orden público o la salud o la moral públicas». A su vez, el artículo 20 de dicho Pacto de Nueva York determina que toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituya incitación a la discriminación o la violencia debe estar prohibida por la ley.
El artículo 20.4 CE establece, por ejemplo, que «[e]stas libertades tienen su límite en el respeto a los derechos reconocidos en este título [título I], en los preceptos de las leyes que lo desarrollen y, especialmente, en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia». La constitucionalización de estos límites ha suscitado otro debate paralelo, sobre si a partir de esos explícitos contornos es posible inferir otros que autoricen a restringir el ejercicio de la libertad de expresión, aunque no se hallen contemplados constitucionalmente. Se trata de una cuestión muy relevante, puesto que esta posibilidad no plantea un problema meramente teórico –que también–, sino sobre todo de orden eminentemente práctico, en la medida que algunas sentencias del Tribunal Constitucional han reconocido, por ejemplo, que la «moral pública» o la «buena fe» pueden actuar como límites al ejercicio de las libertades de expresión9).
En todo caso, la doctrina constitucional no ha sido precisamente lineal a lo largo de sus casi cuarenta años de ejecutoria a la hora de resolver los conflictos entre la libertad de expresión y otros derechos o límites, como los que contempla el citado artículo 20.4 CE. Puede decirse que el Tribunal Constitucional, en una primera etapa (1981-1986), a la par que caracterizó de forma general la libertad de expresión y sus límites, también inadmitió un buen número de demandas fundamentadas en su vulneración (STC 6/1981, de 16 de marzo, y 12/1982, de 31 de marzo). En un segundo período, principiado con las STC 104/1986, de 17 de julio, y 159/1987, de 26 de octubre, el Tribunal empezó a exigir una ponderación formal sobre la concurrencia de los derechos en presencia a los órganos de la jurisdicción ordinaria a la hora de motivar las resoluciones judiciales. En una tercera etapa, ya a finales de los años 1980, abandonó esa perspectiva formal de la ponderación para caracterizar la libertad de expresión, especialmente a finales de esa década, de forma muy amplia10), bajo la clara influencia de la doctrina del TEDH, que había venido configurando la libertad de expresión no tanto como un derecho de libertad que reclama la ausencia total de interferencias o intromisiones de las autoridades en el proceso de comunicación, sino como la garantía de una institución política fundamental y requisito para el buen funcionamiento del Estado democrático.
A partir de ese momento, el sesgo imprimido a la doctrina constitucional fue muy relevante (v. gr.STC 6/1988, de 21 de enero), pues se empezó a dar amparo a «aquellas manifestaciones que, aunque afecten al honor ajeno, se revelen como necesarias para la exposición de ideas u opiniones de interés público», criterio reiterado, entre otras, por las STC 107/1988, FJ 4; 171/1990, FJ 10; 204/2001, FJ 4; y 181/2006, FJ 5; o que supongan la «emisión de pensamientos, ideas u opiniones, sin pretensión de sentar hechos o afirmar como datos objetivos» (STC 139/2007, FJ 6; y 79/2014, FJ 6). El Tribunal Constitucional también empezó a asumir –y ello es muy relevante– que la libertad de expresión, junto a la mera manifestación de juicios de valor, puede ser demostrativa de «la crítica de la conducta de otros, aun cuando la misma sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige, pues así lo requieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los que no existe una sociedad democrática» (STC 23/2010, FJ 3).
Específicamente, para los procesos penales en los que se invocaba el derecho al honor, el Tribunal Constitucional empezó a señalar (v. gr.STC 42/1995, de 13 de febrero, FJ 2) que, si bien la legislación penal acostumbra a otorgar una amplia protección a la buena fama y al honor de las personas y a la dignidad de las instituciones, mediante la tipificación de los delitos de injuria, calumnia y falta de respeto a las instituciones y autoridades, el reconocimiento constitucional de las libertades de expresión y de información ha operado una profunda mutación de la problemática presentada por ese tipo de delitos en aquellos supuestos en que la conducta incriminada haya sido realizada en ejercicio de dichas libertades. Así, la dimensión constitucional del conflicto convierte en insuficiente el criterio subjetivo del animus iniuriandi, tradicionalmente utilizado por la jurisprudencia penal para su enjuiciamiento (STC 104/1986, de 17 de julio, FJ 4 a 7; 107/1988, de 25 de junio, FJ 2; 105/1990, de 6 de junio, FJ 3; 320/1994, de 28 de diciembre, FJ 2 y 3; 42/1995, de 18 de marzo, FJ 2; 19/1996, de 12 de febrero, FJ 2; 232/1998, de 30 de diciembre, FJ 5; 297/2000, de 11 de diciembre, FJ 4; 2/2001, de 15 de enero, FJ 6; 148/2001, de 27 de junio, FJ 3 ab initio).
Con todo –y de ahí, la complejidad de la cuestión y quizás la disparidad de criterios de la jurisdicción ordinaria–, hay que tener en cuenta que desde la STC 104/1986, de 17 de julio, el Alto Tribunal había establecido que, si bien «el derecho a expresar libremente opiniones, ideas y pensamientos» (art. 20.1. a CE) dispone de un campo de acción que solo viene delimitado por la ausencia de expresiones indudablemente injuriosas sin relación con las ideas u opiniones que se expongan y que resulten innecesarias para su exposición (STC 105/1990, de 6 de junio, FJ 4; 56/1995, FJ 5; 112/2000, de 5 de mayo, FJ 6; 65/2015, FJ 3), no es menos cierto que no se reconoce constitucionalmente en modo alguno, protegido bajo el manto de ese derecho fundamental, un pretendido «derecho al insulto». Por ello, quedan proscritas las expresiones «formalmente injuriosas» (STC 107/1988, FJ 4; 105/1990, FJ 8; 200/1998, FJ 5; 192/1999, FJ 3) o «absolutamente vejatorias» (STC 2014/2001, FJ 4; 174/2006, FJ 4; 9/2007, FJ 4). No son admisibles, pues, manifestaciones que, «dadas las concretas circunstancias del caso, y al margen de su veracidad o inveracidad [...] sean ofensivas u oprobiosas y resulten impertinentes para expresar las opiniones o informaciones de que se trate» (STC 41/2011, de 11 de abril, FJ 5 y jurisprudencia allí citada).
Por lo tanto, el hecho de que la Constitución no vede el uso de expresiones hirientes, molestas o desabridas en cualquier circunstancia no significa que de la protección constitucional que otorga el artículo 20.1. a CE se excluyan las expresiones absolutamente vejatorias; es decir, aquellas que, dadas las concretas circunstancias del caso, y al margen de su veracidad o inveracidad, sean ofensivas u oprobiosas y resulten impertinentes para expresar las opiniones o informaciones de que se trate (en ese sentido, también se han pronunciado las STC 1/1998, de 12 de enero; 180/1999, de 11 de octubre; 6/2000, de 17 de enero; 110/2000, de 5 de mayo; 49/2001, de 26 de febrero; y 204/2001, de 15 de octubre).
Esta doctrina resulta igualmente aplicable cuando concurre el carácter público en las personas destinatarias de tales expresiones que no quedan privadas de ser titulares del derecho al honor que garantiza el artículo 18.1 CE (STC 190/1992, FJ 5, y 105/1990, FJ 8) [STC 336/1993, de 15 de noviembre, FJ 5. a]. También en este ámbito es preciso respetar la reputación ajena y el honor, porque estos derechos «constituyen un límite del derecho a expresarse libremente y de la libertad de informar» (STC 297/2000, de 11 de diciembre, FJ 7; 49/2001, de 26 de febrero, FJ 5, y 76/2002, de 8 de abril, FJ 2). Todo ello, como veremos más adelante, en aplicación de la doctrina del TEDH (STEDH caso Lingens, de 8 de julio de 1986, 41, 43 y 45, y caso Bladet Tromso y Stensaas, de 20 de mayo de 1999, 66, 72 y 73).
Por otra parte, el Tribunal ha considerado también que la libertad de expresión no constituye un derecho absoluto frente a necesidades sociales imperiosas o la protección de la dignidad humana (STC 112/2016, de 20 de junio)11), sino que es un presupuesto ineludible para consolidar una sociedad democrática, fortalecer las libertades constitucionales, formar la opinión pública, garantizar el pluralismo deliberativo y, sobre todo, permitir un control responsable y no institucional de las instancias públicas.
Sobre el alcance del artículo 20 CE, el Tribunal Constitucional también ha garantizado un interés constitucional, como es «la formación y existencia de una opinión pública libre, [...] condición previa y necesaria para el ejercicio de otros derechos inherentes al fundamento de un sistema democrático, [convertido] a su vez, en uno de los pilares de una sociedad libre y democrática» (STC 235/2007, FJ 4, reiterada por la STC 79/2014, FJ 6). A este respecto, cabe recordar que tanto la reciente STC 259/2015, de 2 de diciembre, como su inmediato precedente, la STC 42/2014, de 25 de marzo, resolvieron sendas impugnaciones de disposiciones autonómicas dirigidas contra resoluciones del Parlamento de Cataluña en las que, en opinión de ese Tribunal, se cuestionaban algunos «conceptos esenciales, centrales y legitimadores del Estado social y democrático de Derecho constituido en 1978, como la soberanía nacional, la unidad de la nación española, el imperio de la Constitución como norma suprema, el alcance y significado del principio democrático en un sistema constitucional y la legitimidad del poder que se ejerce en un Estado de Derecho».
Lo relevante a nuestros efectos es que, en esas sentencias, el Tribunal Constitucional declaró que la Constitución, como ley superior, no pretende para sí la condición de lex perpetua, en tanto que admite y regula su «revisión total» (art. 168 CE y STC 48/2003, de 12 de marzo, FJ 7), asegurando así que, si bien «solo los ciudadanos, actuando necesariamente al final del proceso de reforma, pued[e]n disponer del poder supremo –esto es, del poder de modificar sin límites la propia Constitución» (STC 103/2008, de 11 de septiembre, FJ 2)–, todas y cada una de las determinaciones constitucionales son susceptibles de modificación, «siempre y cuando ello no se prepare o defienda a través de una actividad que vulnere los principios democráticos, los derechos fundamentales o el resto de los mandatos constitucionales», así como si «el intento de su consecución efectiva se reali[za] en el marco de los procedimientos de reforma de la Constitución, pues el respeto a estos procedimientos es, siempre y en todo caso, inexcusable» (STC 259/2015, FJ 7).
Y ello es así porque, como se recordará, el Tribunal Constitucional ha declarado repetidamente que «en nuestro ordenamiento constitucional no tiene cabida un modelo de «“democracia militante”, esto es, “un modelo en el que se imponga, no ya el respeto, sino la adhesión positiva al ordenamiento y, en primer lugar, a la Constitución”» (STC 48/2003, FJ 7; doctrina reiterada, entre otras, en las STC 5/2004, de 16 de enero, FJ 17; 235/2007, FJ 4; 12/2008, FJ 6; y 31/2009, de 29 de enero, FJ 13). En otras palabras, dentro del ordenamiento constitucional tienen cabida cuantas ideas quieran defenderse, además de que «no existe un núcleo normativo inaccesible [en el sentido de indisponible] a los procedimientos de reforma constitucional (STC 42/2014, de 25 de marzo, FJ 4. c)».
Por lo que al TEDH se refiere, debemos señalar que este asumió bien temprano y sin reservas la liberal jurisprudencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos (New York Times c. Sullivan, 1964) en sentencias sobre la libertad de prensa (Handyside c. Reino Unido, 1979, y Sunday Times c. Reino Unido, 1980) y en relación con injurias contra personas de público relieve (Lingens c. Austria, 1986, secundada por la sentencia Castells c. España, 1992); la primera, relativa al canciller austriaco Bruno Kreisky y la segunda, referida al Gobierno español. Esta línea doctrinal –acogida, como hemos visto, por nuestro Tribunal Constitucional– pasa por diferenciar entre asuntos públicos y asuntos privados; personajes públicos y privados; hechos y opiniones, considerando que la libertad de expresión es más amplia cuando incumbe a asuntos o personajes de proyección pública, debido a que el debate o la condición de los mismos es hábil para la defensa de los valores democráticos que ha dicho siempre defender. Y en cuanto a la distinción entre hechos y opiniones, el TEDH ha entendido que se halla preordenada a la valoración de si los hechos divulgados están lo suficientemente probados, a diferencia de las opiniones, siempre libres, en caso de que el lenguaje que se utilice para expresarlas no sea insultante o innecesario para construir el discurso.
Ciertamente, la forma de expresar las opiniones fue objeto de un amplio debate jurisdiccional y doctrinal cuyo origen cabe situar, una vez más, en una relevante sentencia del Tribunal Supremo norteamericano (Abrams c. Estados Unidos, 1919), que resolvió sobre una condena penal impuesta por difundir consignas contra la participación de aquel país en la Primera Guerra Mundial. En un transcendente y archiconocido voto particular, el juez O. W. Holmes sostuvo dos principios que han perdurado hasta nuestros días: primero, el concepto de «mercado de las ideas», como el ágora en que se confrontan las opiniones para poder ser valoradas, de forma que acaben prevaleciendo las mejor aceptadas; y segundo, la legitimidad de cualquier expresión de ideas, al margen de su contenido y forma de expresión, salvo que conlleven un peligro «claro y presente de producir un mal que el Congreso tiene derecho a prevenir». Desde ese punto de vista, el Tribunal Supremo norteamericano ha considerado legítimos, por ejemplo, discursos de tono amenazante contra la vida del presidente de los Estados Unidos, por no estar dirigidos a producir una inminente acción ilegal o por ser improbable que la provocasen (Brandenburg c. Ohio, 1969; Walts c. McPherson, 1987). Y por lo que a la forma de expresar las ideas se refiere, nada ha objetado el alto tribunal norteamericano sobre la quema de cruces en público por miembros del Ku Klux Klan, ni tampoco por la quema de la bandera de la Unión (Texas c. Johnson, 1989).
En este mismo contexto, resulta de interés el celebérrimo caso de Gregory Lee Johnson, quien en 1984 participaba en una protesta frente a la Convención Republicana de Dallas y acabó quemando una bandera nacional. Si bien el Congreso llegó a responder aprobando una ley para proteger la enseña (Flag Protection Act), Johnson, que fue condenado en primera instancia, posteriormente fue absuelto por el Tribunal de apelaciones de Texas, y dicha sentencia fue confirmada por el Tribunal Supremo en 1989. En la resolución se afirmaba que la quema de la bandera nacional en manifestaciones pacíficas no constituye un delito por tratarse de un acto protegido por la primera enmienda de la Constitución norteamericana, que establece el derecho a la libertad de expresión. Y la sentencia del caso Estados Unidos contra Eichman de 1990 anuló la Flag Protection Act por considerar que la persecución de tales hechos debilitaba la libertad que la bandera representa.
En cuanto a la libertad de opinión política derivada del artículo 10 del Convenio de Roma, el TEDH ha venido estableciendo desde antiguo una prolija jurisprudencia en la que ha fijado una interpretación amplia, dejando a los Estados un espacio muy reducido para su restricción, y que ha sostenido hasta fechas recientes (STEDH de 29 de marzo de 2016, Bédat c. Suiza). El Tribunal de Estrasburgo ha considerado que la «libertad del debate político está en el mismo corazón de la sociedad democrática que impregna todo el Convenio» (como en la ya citada STEDH de 8 de julio de 1986, Lingens c. Austria, vid. § 42), en lo que constituye un criterio particularmente extensivo del pluralismo político (de comportamientos, de ideas e instituciones). Ese pluralismo, del que el Estado ha de ser garante, ampara las opiniones e ideas consideradas inofensivas, y también «aquellas que ofenden, chocan o molestan al Estado o a una parte de la población», ya que «tales son las exigencias del pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no hay sociedad democrática (STEDH de 7 de diciembre de 1976, Handysyde c. Reino Unido, § 49). Por ello, el TEDH ha aceptado poquísimas excepciones a la regla general, basadas en la aplicación del artículo 17 del CEDH, referidas a la utilización de doctrinas totalitarias (KPD c. Alemania, 1957), a los discursos revisionistas del Holocausto (Honsik c. Austria, 1989, entre varias) o a los casos de discriminación racial (Norwood c. Reino Unido, 2004).
A esa conclusión llegó el Tribunal de Estrasburgo en la Sentencia del caso Christian Democratic People’s Party contra Moldavia, de 2 de febrero de 2010, en relación con la destrucción mediante el fuego de retratos de representantes políticos institucionales. Más recientemente, el TEDH consideró que la conducta de cubrir de pintura efigies o estatuas de personajes representativos del Estado estaba amparada por un ejercicio legítimo de la libertad de expresión (sentencia del caso Murat Vural c. Turquía, de 21 de octubre de 2014). Esta jurisprudencia entronca con la visión, muy extendida hoy en día, de que este tipo de manifestaciones o de difusión de ideas o pensamientos –a menudo, mediante acciones de evidente plasticidad– son comportamientos socialmente aceptados, y tradicionalmente considerados como una manifestación de la libertad de expresión por otros tribunales o cortes constitucionales, señaladamente el Tribunal Supremo de los Estados Unidos (sentencias dictadas en el caso Estados Unidos c. O’Brien, 391 U.S. 367 (1968), en relación con cartilla militar; en el caso Texas c. Johnson, 491 U.S. 397 (1989), y en el caso Estados Unidos c. Eichman, 496 U.S. 310 (1990), en relación con la bandera nacional).
En el caso Otegui Mondragón contra España, el TEDH consideró contrarias al Convenio de Roma las condenas de los tribunales españoles a Arnaldo Otegui por haber pronunciado, entre otras, las siguientes palabras en una conferencia de prensa: «[...] el rey español es el jefe máximo del ejército español, es decir, el responsable de torturadores y que ampara la tortura e impone su régimen monárquico a nuestro pueblo mediante la tortura y la violencia». El TEDH estimó que el hecho de que el rey ocupe una posición de neutralidad en el debate político, de árbitro y de símbolo de la unidad del Estado español, no lo pone al abrigo de todas las críticas en el ejercicio de sus funciones oficiales o, como en el presente caso, en su condición de representante del Estado, al cual simboliza, de las procedentes de aquellos que se oponen legítimamente a las estructuras constitucionales de dicho Estado, incluido su régimen monárquico. El TEDH consideró relevante que las declaraciones del demandante tenían un nexo suficiente con las acusaciones de malos tratos, hechas públicas por el director del diario Egunkaria cuando fue puesto en libertad. Asimismo, señala que se podía entender que las expresiones empleadas por el demandante se inscribían en el ámbito de un debate político más amplio sobre la eventual responsabilidad de las fuerzas de seguridad del Estado en algunos casos de malos tratos (p. 53).
Al examinar las declaraciones en sí mismas, el Tribunal reconoció que el lenguaje utilizado por el demandante pudo considerarse provocador. No obstante, si bien es cierto que toda persona que participa en un debate público de interés general –como el demandante, en este supuesto– está obligada a no sobrepasar ciertos límites en relación con el respeto de la reputación y los derechos ajenos, sí le está permitido recurrir a cierta dosis de exageración e incluso de provocación, es decir, ser algo inmoderada en sus declaraciones. El Tribunal señaló que, aunque algunos de los términos del discurso del demandante pintaban uno de los cuadros más negativos del rey como institución, adquiriendo así una connotación hostil, no exhortaban al uso de la violencia ni se trataba de un discurso de odio. Asimismo, el Tribunal tuvo en cuenta que se trataba de declaraciones orales realizadas durante una rueda de prensa, lo que no dio al demandante la posibilidad de reformularlas, perfeccionarlas o retirarlas antes de que se hicieran públicas (p. 54).
Eso es así porque la libertad de expresión alcanza una protección especial cuando se ejerce en el marco del debate político; en palabras del TEDH, «preciosa para cada persona, la libertad de expresión lo es muy especialmente para un cargo elegido por el pueblo; él representa a sus electores, da a conocer sus preocupaciones y defiende sus intereses. Por lo tanto, las injerencias en la libertad de expresión de un parlamentario exigen que el Tribunal lleve a cabo uno de los controles más estrictos» (caso Castells c. España, 23 de abril de 1992, p. 42).
Aunque más adelante volveremos sobre ello y con más detalle, debemos dejar apuntado en este contexto el debate sobre el alcance de «la crítica acerba y satírica de los ciudadanos respecto a los cargos políticos e institucionales»12), extremo sobre el que el TEDH se pronunció con ocasión del asunto Eon contra Francia, de 14 de marzo de 2013. En este asunto, el Tribunal de Estrasburgo revisó la condena impuesta por los tribunales franceses a un ciudadano que enarboló un pequeño cartel con la expresión «Casse toi, pov’con!» («¡Lárgate, pobre gilipollas!»), al paso de la comitiva del presidente Sarkozy, expresión que anteriormente había empleado el propio Sarkozy para dirigirse a un agricultor que se había negado a darle la mano. El TEDH consideró que la expresión debía examinarse a la luz de todos los elementos concurrentes en el caso y, en particular, la condición del demandante y del destinatario de la crítica, así como la forma empleada y el contexto en que se produjo la crítica. A este respecto, el TEDH recordó su conocida doctrina de que los límites de la crítica aceptable son más amplios para un político, considerado en esta calidad, que para un particular: a diferencia del segundo, el primero se expone inevitable y conscientemente a un control de sus acciones, tanto por parte de los periodistas como de la ciudadanía en general. Por lo tanto, debe mostrar una mayor tolerancia.
En particular, el TEDH advirtió que la sátira constituye una forma de expresión artística por la que, exagerando y distorsionando la realidad, se pretende provocar y agitar. Por ello, resulta necesario examinar con especial atención cualquier injerencia en el derecho de un artista –o de cualquier otra persona– a expresarse por este medio (caso Vereinigung Bildender Kunstler c. Austria, de 25 de enero de 2007; Alves da Silva c. Portugal, de 20 de octubre de 2009, y, mutatis mutandis, Tuşalp c. Turquía, de 21 de febrero de 2012)13). Además de considerar que castigar penalmente comportamientos como los relatados puede tener un efecto disuasorio sobre otras intervenciones satíricas en relación con otras personalidades sociales, crítica mordaz que, a su parecer, también puede jugar un papel importante en el libre debate de cuestiones de interés general, sin el cual no existe una sociedad democrática.
En el mismo sentido, hay que citar las sentencias del caso Jiménez Losantos c. España, de 14 de junio de 2016, y del caso Stern Taulats y Roura Capellera c. España, de 13 de marzo de 2018. En la primera, el TEDH estimó que algunas de las expresiones vertidas por el periodista demandado contra el alcalde de Madrid14), Alberto Ruíz Gallardón, podían ser consideradas graves y provocadoras pero que, en la medida que iban orientadas a captar la atención del público, no podían en sí mismas plantear un problema con respecto a la jurisprudencia del TEDH. Además, consideró que el uso de frases soeces o vulgares no es decisivo para que una expresión sea considerada ofensiva, pues el estilo forma parte de la comunicación como forma de expresión y, como tal, se halla protegido junto al contenido de la expresión. El Tribunal finalmente zanjó que, aunque es absolutamente legítimo que las instituciones del Estado sean protegidas por las autoridades competentes en su condición de garantes del orden público institucional, la posición dominante que ocupan estas instituciones exige a las autoridades que den muestras de contención en la utilización de la vía penal (p. 51).
A propósito del caso Stern Taulats y Roura Capellera contra España, propiciado por la condena por la Audiencia Nacional a Enric Stern Taulats y Jaume Roura Capellera a una pena de quince meses de prisión e inhabilitación de sufragio pasivo durante el tiempo de la condena, por delito de injurias contra la Corona, por quemar unas fotos del rey Juan Carlos I y de la reina Sofía (decisión avalada por el Tribunal Constitucional en la STC 177/2015, de 22 de julio), el TEDH declaró que el acto reprochado se enmarcaba en el ámbito de la crítica política –y no personal– a la institución monárquica en general y al Reino de España en particular. A esa conclusión llegó el Tribunal tras analizar el contexto en que se produjeron tales actos, razonando como sigue:
«[...] la controvertida puesta en escena se enmarcaba en el ámbito de un debate sobre cuestiones de interés público, a saber: la independencia de Cataluña, la forma monárquica del Estado y la crítica al rey como símbolo de la nación española. Todos estos elementos permiten concluir que no se trataba de un ataque personal dirigido contra el rey de España, que tuviera como objeto menospreciar y vilipendiar a la persona de este último, sino de una crítica a lo que el rey representa, como jefe y símbolo del aparato estatal [...]» (p. 37).
Por otra parte, el TEDH estimó que los actos enjuiciados eran constitutivos igualmente de una conducta relacionada claramente con el ejercicio de la crítica política contra el Estado español y su forma de gobierno:
«[...] la efigie del rey de España es el símbolo del rey como jefe del aparato estatal, como lo muestra el hecho de que se reproduce en las monedas y en los sellos, o situada en los lugares emblemáticos de las instituciones públicas; el recurso al fuego y la colocación de la fotografía bocabajo expresan un rechazo o una negación radical, y estos dos medios se explican como manifestación de una crítica de orden político u otro; el tamaño de la fotografía parecía dirigida a asegurar la visibilidad del acto en cuestión, que tuvo lugar en una plaza pública.» (p. 38).
Finalmente, el TEDH examinó si podía reputarse que con tales actos se había producido incitación a la violencia, y descartó tal posibilidad en base a que «un acto de este tipo debe ser interpretado como expresión simbólica de una insatisfacción y de una protesta. La puesta en escena orquestada por los ahora demandantes15), aunque haya llevado a quemar una imagen, es una forma de expresión de una opinión en el marco de un debate sobre una cuestión de interés público; a saber, la institución de la monarquía [...]», además de que «[...] dicho acto no fue acompañado de conductas violentas ni de alteraciones del orden público. Los incidentes que se habrían producido algunos días más tarde en el marco de unos actos de protesta contra la inculpación de los dos demandantes, a los que se refiere el Gobierno, en nada cambian esta conclusión» (pp. 39 y 40). El TEDH también rechazó la posibilidad de que se tratara de un supuesto de «discurso de odio», en el sentido de que la conducta reprochada no era constitutiva de una forma de expresión que incitara o promoviera el odio racial, la xenofobia, el antisemitismo u otras formas de odio basadas en la intolerancia, puesto que lo contrario sería «una interpretación demasiado amplia de la excepción admitida por la jurisprudencia del TEDH –lo que probablemente perjudicaría al pluralismo, a la tolerancia y al espíritu de apertura, sin los cuales no existe ninguna sociedad democrática–» (p. 41).
En este marco puede entenderse, por poner solo un ejemplo, que la Sala de lo Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía, Ceuta y Melilla (TSJA) inadmitiera recientemente una querella presentada por el presidente de la Generalitat, Quim Torra, contra el líder de Ciudadanos en Andalucía, Juan Marín, por injurias y calumnias16). La querella se interpuso tras las declaraciones de Marín en un debate electoral, el 19 de diciembre de 2018, en que atribuía a Torra expresiones de menosprecio hacia los andaluces. En un auto (núm. 42), con fecha de 10 de enero, la Sala de lo Civil y Penal del TSJA dispuso la inadmisión y el archivo de la causa especial (Causas Penales Estatutos de Autonomía 1/2018), por no ser constitutivos de delito los hechos objeto de la misma, al considerar que la libertad de expresión ha de prevalecer sobre el derecho al honor. En este sentido, el auto indicaba que:
«si en general la libertad de expresión ha de prevalecer sobre el derecho al honor, habiendo de interpretarse de manera restrictiva los tipos penales que limiten la manera de expresar ideas, sentimiento u opiniones, más aún ha de prevalecer en un momento político especialmente protegido, cual es la campaña electoral». Además, señaló que «cualquier restricción penal de los medios, los modos y las formas de presentarse ante el “público electoral” es una interferencia en un espacio cuyo control está atribuido de manera singular al electorado».
Así, al parecer de la Sala, no se trata solo de que, en el ámbito del debate político, en general, «se atenúen las limitaciones de la libertad de expresión, sino de que una campaña electoral es el momento privilegiado por excelencia para la más amplia libertad de expresión, dada su finalidad», pese a declarar que no basta con invocar la libertad de expresión para excluir absolutamente y en todo caso la posible existencia de un delito de injurias, ni siquiera en campaña electoral. En ese sentido, la excepción la constituiría cualquier «“ofensa personal” directa y gratuita sin ligazón con la finalidad política o argumentativa del discurso, pero no el modo ofensivo de expresarse el discurso mismo».
Fijados el alcance y los límites de la libertad de expresión, claro está que lo complejo del asunto reside en la ponderación en cada caso de los elementos en juego, especialmente en el marco de un derecho de amplio espectro y fundamento del Estado democrático, con el fin de evitar restricciones tan innecesarias como indeseables en un terreno tan lábil como el de la opinión o las ideas. Pero, por lo pronto, se impone una revisión de la doctrina constitucional y de la jurisprudencia ordinaria a la luz de los recientes pronunciamientos del TEDH, además que el legislado
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